viernes, 17 de abril de 2015

¿Estuvo Pedro alguna vez en Roma?

Los fundamentalistas alegan que Pedro no puede haber sido el Obispo de Roma, y el primer Papa, porque la Biblia no dice que él haya estado nunca en Roma. La Biblia, sin embargo, no niega que el haya estado en Roma tampoco. Examinemos los escritos de la Iglesia en sus comienzos, y toquemos un poco de arqueología. 

Pedro fue el primer Obispo de Roma, y el que tenga esta posición, es el Papa. Su tumba fué encontrada mas tarde bajo el altar de la Basílica de San Pedro en 1965. Está sencillamente marcada con su nombre y hay restos humanos en ella. Pedro dijo en 1Pd 5:13, "Os saluda la Iglesia de Babilonia (Roma), partícipe de vuestra elección, y mi hijo Marcos." Como los Apóstoles estaban siendo perseguidos, y los Romanos estaban buscándolos, ellos usaron códigos y Babilonia era el código para Roma, entonces Pedro estaba escribiendo desde Roma. Además, Pablo escribió a los Colosenses desde Roma, e indica que Marcos estaba con él allí en Col 4:10.

Otros escritos muestran que Pedro fue martirizado en Roma siendo crucificado en posición invertida en 67 A.D. Estando Pedro en Roma se escribió acerca de él por muchos escritores de la Iglesia de esos tiempos, algunos de los cuales están listados aquí...

1. St Irenaeus en 'CONTRA LAS HEREJIAS': CAP. I.--LOS APOSTOLES NO COMENZARON A PREDICAR EL EVANGELIO... 3. "...en el dialecto propio de ellos, mientras Pedro y Pablo estaban predicando en Roma, y estableciendo los cimientos de la Iglesia." 

2. St Irenaeus, CAP. III.-- A REFUTACION DE LOS HEREJES, POR EL HECHO DE QUE, EN LAS DIVERSAS IGLESIAS, UNA SUCESION PERPETUA DE OBISPOS SE MANTUVO. 2. "...la muy antigua, y universalmente conocida Iglesia fundada y organizada en Roma por los dos apóstoles mas gloriosos, Pedro y Pablo; como también [señalando] la fe predicada a los hombre, la cual llega a nuestros tiempos por medio de las sucesiones de los Obispos. 

3. Tertullian, '”LA OBJECION CONTRA LOS HEREJES': CAP.XXXII.--NINGUNO DE LOS HEREJES RECLAMAN SUCESION DE LOS APOSTOLES. 8. "...como la iglesia de Smyrna, la cual establece que Policarpio fue colocado ahí por Juan; como también la iglesia de Roma, la cual presenta a Clemente como si hubiera sido ordenado en manera similar por Pedro. 

Quien ordena a los sacerdotes? Los Obispos. Clemente fue ordenado por el Obispo de Roma, Pedro.

4. Lactantius, 'LA MANERA POR LA CUAL LOS PERSEGUIDORES MURIERON: Esta carta está dirigida a Donatus. No solamente muestra que Pedro estaba actualmente en Roma, sino que murió ahí a manos de Nero. CAP. II. Sus apóstoles eran en ese tiempo once en número, a los cuales se agregaron Matías, en el lugar de Judas el traidor, y enseguida Pablo. Después se dispersaron a través de toda la tierra a predicar el Evangelio, como el Señor el Maestro les había ordenado; y durante 25 años, y hasta los comienzos del reino del Emperador Nero, ellos se ocuparon de asentar los cimientos de la Iglesia en cada provincia y ciudad. Y mientras Nero reinaba, el Apóstol Pedro vino a Roma, y, a través del poder de Dios comprometido en él, realizó ciertos milagros, y, al volverse muchos a la verdadera religión, edificó un templo fiel y estable al Señor. Cuando Nero escuchó estas cosas, y observó que no sólo en Roma, pero en todas partes, una gran multitud se rebelaba diariamente a la adoración de ídolos, y, condenando sus caminos viejos, iban a la nueva religión, él, un odiado y pernicioso tirano, saltó adelante para arrasar el angélico templo y destruir la verdadera fe. El fué el primero en perseguir a los siervos de Dios; el crucificó a Pedro, y asesinó a Pablo: el no se escapó con impunidad, pues Dios vió la aflicción de Su gente, y por lo tanto el tirano, despojado de autoridad, y precipitado desde lo alto del imperio, de repente desapareció, e incluso el lugar de entierro de esa perniciosa bestia salvaje no se vió en ninguna parte.

lunes, 13 de abril de 2015

Un Dios con tres rostros (La trinidad)


La confesión de un Dios único en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es lo más específico del cristianismo y el punto original de la concepción cristiana de Dios: es precisamente esa visión trinitaria de Dios la que distingue el cristianismo de otras religiones también monoteístas como el judaísmo o el islam. La denominada Santísima Trinidad es considerada por la Iglesia como “el misterio central de la fe y de la vida cristiana”, misterio que se considera “inaccesible a la sola razón”. Estas dificultades para comprender el misterio han ocasionado, con frecuencia, opiniones escépticas por parte, incluso, de algunos cristianos de buena fe, para los cuales esa confesión trinitaria de un Dios con una única naturaleza pero con tres personas distintas sería una especulación propia de monjes y teólogos ajena al mundo y sin ningún tipo de consecuencias prácticas. ¿Qué se esconde, en realidad, detrás de la confesión trinitaria? ¿Es posible que la misma todavía diga algo al hombre del siglo XXI? 


La afirmación trinitaria de Dios aparece en prácticamente todas las tradiciones del Nuevo Testamento. La encontramos en San Marcos, en el relato sobre el bautismo de Jesús, y aparece también en San Mateo (en el que es particularmente relevante el mandato del bautismo de Mt 28,19), en San Lucas y en San Juan; además, afirmaciones trinitarias las podemos hallar en numerosos textos de San Pablo. El testimonio trinitario está sólidamente arraigado en la primitiva comunidad cristiana, que sintetizó con esa fórmula el resultado de una nueva reflexión sobre Dios basada en las experiencias vividas junto a Jesús de Nazaret. Los discípulos habían escuchado las enseñanzas de Jesús y habían sido testigos de sus actos, muchos de ellos prodigiosos. Las palabras y las acciones de Jesús les habían revelado que el Dios Único y Todopoderoso es, sobre todo, un Dios de amor que es para todos como un padre. Habían sido igualmente testigos de que existía una relación de especial filiación entre Jesús y ese Dios Padre. Tras las horas amargas de la detención, proceso y crucifixión de Jesús, fueron testigos de su resurrección, que fue un hecho real para los discípulos, lo que suscitó de nuevo la pregunta sobre la auténtica identidad de Jesús, que se convirtió desde entonces en Cristo. Finalmente, y cuando el Resucitado dejó de mostrarse ante los discípulos, estos experimentaron igualmente una fuerza interior que les impulsó a propagar su fe, dándose cuenta que, de una manera distinta, Jesús el Cristo seguía presente entre ellos y les daba unas fuerzas de las que antes carecían. Todas esas realidades de las que los primeros discípulos fueron testigos dieron lugar a una nueva visión de Dios, en la que éste es al mismo tiempo Padre, Hijo y Espíritu. 

El Antiguo Testamento hablaba ya, ciertamente, de Dios como Padre. También el concepto del Espíritu de Dios figura repetidamente en la Biblia desde sus primeras páginas: el espíritu es en la Biblia el principio vital del hombre, y el espíritu de Dios es la fuerza o poder divino que todo lo crea, conserva, dirige y conduce. Los seguidores de Jesús conocían esas ideas y, actuando sobre ellas, su experiencia de Jesús de Nazaret les reveló la existencia en Dios de tres rostros distintos, Padre, Hijo y Espíritu: 

a.- Dios “Padre”. Los exégetas neotestamentarios se muestran unánimes al afirmar que la invocación a Dios como Padre (abba, en arameo), además de ser un rasgo propio de Jesús, pertenece a lo que se ha venido a denominar la ipissima verba de Jesús, a las palabras pronunciadas sin duda alguna por Él. Es el propio Jesús, y sólo él, el que nos descubre a Dios como Padre y nos enseña a orar diciendo “Padre Nuestro”. Con el término Padre se designa a Dios como un ser con rostro personal concreto, que tiene un nombre y puede ser llamado por su nombre. No existe duda, en definitiva, de que esa apelación a Dios como Padre no es una especulación teórica sino que se conecta directamente con la enseñanza de Jesús. 

b.- Dios “Hijo”. Los que seguían a Jesús observaban que “enseñaba como quien tiene autoridad”, que tenía poder sobre los demonios, que curaba a enfermos, que perdonaba a los pecadores, que estaba por encima del sábado, que cuestionaba las normas sobre la pureza ritual y el templo, que se permitía corregir los mandatos de la Ley, que invocaba de una manera particular e íntima a Dios como su Padre. Todo ello apuntaba ya a que Jesús estaba investido de una autoridad especial que lo identificaba como un enviado de Dios superior a Moisés y a los profetas. Por eso, antes ya de su muerte, la gente se preguntaba sobre su identidad, pregunta que recibía diversas respuestas. Tras su muerte, Dios resucitó a Jesús y éste se apareció a sus discípulos. Este hecho excepcional abrió los ojos a sus seguidores, que comprendieron entonces que Jesús no sólo era el Mesías esperado (el Cristo), sino que su relación con Dios era tan especial, íntima e irrepetible que verdaderamente Jesús podía llamarse Hijo de Dios. Tras la Resurrección, Jesús se convierte en la persona determinante y ningún título le parecerá desmesurado a la comunidad primitiva. Con el título de Hijo de Dios se expresó la particular unión de Jesús con Dios que le permitía invocarlo como Padre, se quiso señalar hasta qué punto Jesús de Nazaret pertenece a Dios, hasta qué punto está al lado de Dios frente a la comunidad y frente al mundo, sometido solamente al Padre, constituido en definitivo y único representante de Dios ante los hombres. 

c.- Dios “Espíritu”. La cristiandad primitiva se encontró con el problema de cómo expresar, una vez el Resucitado dejó de hacerse presente a los discípulos, que Cristo Jesús seguía estando de modo real cerca del creyente. La respuesta a esta cuestión fue la de que Dios y Jesús Cristo están cerca del creyente y de la comunidad en el Espíritu. No se trata solamente de que permanecieran en el recuerdo de los creyentes, sino que la presencia de Cristo en la comunidad existía de modo real en forma de Espíritu. El Espíritu Santo es, en palabras de un conocido teólogo, Espíritu de Dios, Dios mismo en cuanto fuerza y poder de gracia que conquista el interior, el corazón del hombre, que subyuga al hombre entero y se le hace íntimamente presente, dando de sí mismo testimonio eficiente al espíritu humano. Los primeros discípulos experimentaron en su interior la fuerza de Dios y de Cristo en forma de Espíritu, y esa fuerza los impulsó a extender el nuevo mensaje a todo el mundo. 

Con el transcurrir de los siglos, y seguramente con la finalidad de salir al paso de determinadas interpretaciones poco correctas, los distintos concilios desarrollaron y explicaron la doctrina de la Trinidad empleando conceptos propios de la época que quizá hoy nos parezcan complicados y alejados de nuestro tiempo. Sin embargo, no podemos olvidar, como se ha intentado explicar, que quizá las cosas, en su momento, fueron más sencillas y que, en su origen, la primera comunidad cristiana, en su confesión trinitaria de Dios, no hizo otra cosa que narrar con sencillez, a la luz de todo lo sucedido con Jesús de Nazaret, que ellos habían descubierto tres rostros distintos en el único Dios que de manera irrepetible y sorprendente se les había revelado.

martes, 7 de abril de 2015

La Reencarnación

Una conocida actriz, hace no mucho tiempo, declaraba en el reportaje concedido a una revista: “Yo soy católica, pero creo en la reencarnación. Ya averigüé que ésta es mi tercera vida. Primero fui una princesa egipcia. Luego, una matrona del Imperio Romano. Y ahora me reencarné en actriz”. 

Resulta, en verdad, asombroso comprobar cómo cada vez es mayor el número de los que, aún siendo católicos, aceptan la reencarnación. Una encuesta realizada en la Argentina por la empresa Gallup reveló que el 33% de los encuestados cree en ella. En Europa, el 40% de la población se adhiere gustoso a esa creencia. Y en el Brasil, nada menos que el 70% de sus habitantes son reencarnacionistas. 

Por su parte, el 34% de los católicos, el 29% de los protestantes, y el 20% de los no creyentes, hoy en día la profesan. 

La fe en la reencarnación, pues, constituye un fenómeno mundial. Y por tratarse de un artículo de excelente consumo, tanto la radio como la televisión, los diarios, las revistas, y últimamente el cine, se encargan permanentemente de tenerlo entra sus ofertas. Pero ¿por qué esta doctrina seduce a la gente? 

Qué es la reencarnación 

La reencarnación es la creencia según la cual, al morir una persona, su alma se separa momentáneamente del cuerpo, y después de algún tiempo toma otro cuerpo diferente para volver a nacer en la tierra. Por lo tanto, los hombres pasarían par muchas vidas en este mundo. 

¿Y por qué el alma necesita reencarnarse? Porque en una nueva existencia debe pagar los pecados cometidos en la presente vida, o recoger el premio de haber tenido una conducta honesta. El alma está, dicen, en continua evolución. Y las sucesivas reencarnaciones le permite progresar hasta alcanzar la perfección. Entonces se convierte en un espíritu puro, ya no necesita más reencarnaciones, y se sumerge para siempre en el infinito de la eternidad. 

Esta ley ciega, que obliga a reencarnarse en un destino inevitable, es llamada la ley del “karma” (=acto). 

Para esta doctrina, el cuerpo no sería más que una túnica caduca y descartable que el alma inmortal teje por necesidad, y que una vez gastada deja de lado para tejer otra. 

Existe una forma aún más escalofriante de reencarnacionismo, llamada “metempsicosis”, según la cual si uno ha sido muy pecador su alma puede llegar a reencarnarse en un animal, ¡y hasta en una planta! 

Las ventajas que brinda 

Quienes creen en la reencarnación piensan que ésta ofrece ventajas. En primer lugar, nos concede una segunda (o tercera, o cuarta) oportunidad. Sería injusto arriesgar todo nuestro futuro de una sola vez. Además, angustiaría tener que conformarnos con una sola existencia, a veces mayormente triste y dolorosa. La reencarnación, en cambio, permite empezar de nuevo. 

Por otra parte, el tiempo de una sola vida humana no es suficiente para lograr la perfección necesaria. Esta exige un largo aprendizaje, que se va adquiriendo poco a poco. Ni los mejores hombres se encuentran, al momento de morir, en tal estado de perfección. La reencarnación, en cambio, permite alcanzar esa perfección en otros cuerpos. 

Finalmente, la reencarnación ayuda a explicar ciertos hechos incomprensibles, como por ejemplo que algunas personas sean más inteligentes que otras, que el dolor esté tan desigualmente repartido entre los hombres, las simpatías o antipatías entre las personas, que algunos matrimonios sean desdichados, o la muerte precoz de los niños. Todo esto se entiende mejor si ellos están pagando deudas o cosechando méritos de vidas anteriores. 

Cuando aún no existía 

La reencarnación, pues, es una doctrina seductora y atrapante, porque pretende “resolver” cuestiones intrincadas de la vida humana. Además, porque resulta apasionante para la curiosidad del común de la gente descubrir qué personaje famoso fue uno mismo en la antigüedad. Esta expectativa ayuda, de algún modo, a olvidar nuestra vida intrascendente, y a evadirnos de la existencia gris y rutinaria en la que estamos a veces sumergidos. Pero ¿cómo nació la creencia en la reencarnación? 

Las más antiguas civilizaciones que existieron, como la sumeria, egipcia, china y persa, no la conocieron. El enorme esfuerzo que dedicaron a la edificación de pirámides, tumbas y demás construcciones funerarias, demuestra que creían en una sola existencia terrestre. Si hubieran pensado que el difunto volvería a reencarnarse en otro, no habrían hecho el colosal derroche de templos y otros objetos decorativos con que lo preparaban para su vida en el más allá. 

Por qué apareció 

La primera vez que aparece la idea de la reencarnación es en la India, en el siglo VII a.C. Aquellos hombres primitivos, muy ligados aún a la mentalidad agrícola, veían que todas las cosas en la naturaleza, luego de cumplir su ciclo, retornaban. Así, el sol salía par la mañana, se ponía en la tarde, y luego volvía a salir. La luna llena decrecía, pero regresaba siempre a su plena redondez. Las estrellas repetían las mismas fases y etapas cada año. Las estaciones del verano y el invierno se iban y volvían puntualmente. Los campos, las flores, las inundaciones, todo tenía un movimiento circular, de eterno retorno. La vida entera parecía hecha de ciclos que se repetían eternamente. 

Esta constatación llevó a pensar que también el hombre, al morir, debía otra vez regresar a la tierra. Pero como veían que el cuerpo del difundo se descomponía, imaginaron que era el alma la que volvía a tomar un nuevo cuerpo para seguir viviendo. 

Con el tiempo, aprovecharon esta creencia para aclarar también ciertas cuestiones vitales (como las desigualdades humanas, antes mencionadas), que de otro modo les resultaban inexplicables para la incipiente y precaria mentalidad de aquella época. 

Cuando apareció el Budismo en la India, en el siglo V a.C., adoptó la creencia en la reencarnación. Y por él se extendió en la China, Japón, el Tíbet, y más tarde en Grecia y Roma. Y así, penetró también en otras religiones, que la asumieron entre los elementos básicos de su fe. 

Ya Job no lo creía 

Pero los judíos jamás quisieron aceptar la idea de una reencarnación, y en sus escritos la rechazaron absolutamente. Por ejemplo, el Salmo 39, que es una meditación sobre la brevedad de la vida, dice: “Señor, no me mires con enojo, para que pueda alegrarme, antes de que me vaya y ya no exista más” (v.14). 

También el pobre Job, en medio de su terrible enfermedad, le suplica a Dios, a quien creía culpable de su sufrimiento: “Apártate de mí. Así podré sonreír un poco, antes de que me vaya para no volver, a la región de las tinieblas y de las sombras” (10,21.22). 

Y un libro más moderno, el de la Sabiduría, enseña : “El hombre, en su maldad, puede quitar la vida, es cierto; pero no puede hacer volver al espíritu que se fue, ni liberar el alma arrebatada por la muerte’’ (16,14). 

Tampoco el rey David 

La creencia de que nacemos una sola vez, aparece igualmente en dos episodios de la vida del rey David. El primero, cuando una mujer, en una audiencia concedida, le hace reflexionar: “Todos tenemos que morir, y seremos como agua derramada que ya no puede recogerse” (2 Sm 14,14). 

El segundo, cuando al morir el hijo del monarca exclama: “Mientras el niño vivía, yo ayunaba y lloraba. Pero ahora que está muerto ¿para qué voy a ayunar? ¿Acaso podré hacerlo volver? Yo iré hacia él, pero él no volverá hacia mí” (2 Sm 12,22.23). 

Vemos, entonces, que en el Antiguo Testamento, y aún cuando no se conocía la idea de la resurrección, ya se sabía al menos que de la muerte no se vuelve nunca más a la tierra. 

La irrupción de la novedad 

Pero fue en el año 200 a. C. cuando se iluminó para siempre el tema del más allá. En esa época entró en el pueblo judío la fe en la resurrección, y quedó definitivamente descartada la posibilidad de la reencarnación. 

Según esta novedosa creencia, al morir una persona, recupera la vida inmediatamente. Pero no en la tierra, sino en otra dimensión llamada “la eternidad”. Y comienza a vivir una vida distinta, sin límites de tiempo ni espacio. Una vida que ya no puede morir más. Es la denominada Vida Eterna. 

Esta enseñanza aparece por primera vez, en la Biblia, en el libro de Daniel. Allí, un ángel le revela este gran secreto: “La multitud de los que duermen en la tumba se despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la vergüenza y el horror eterno” (12,2). Por lo tanto, queda claro que el paso que sigue inmediatamente a la muerte es la Vida Eterna, la cual será dichosa para los buenos y dolorosa para los pecadores. Pero será eterna. 

La segunda vez que la encontramos, es en un relato en el que el rey Antíoco IV de Siria tortura a siete hermanos judíos para obligarlos a abandonar su fe. Mientras moría el segundo, dijo al rey: “Tú nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros nos resucitará a una vida eterna” (2 Mac 7,9). Y al morir el séptimo exclamó: “Mis hermanos, después de haber soportado una corta pena, gozan ahora de la vida eterna” (2 Mac 7,36). 

Para el Antiguo Testamento, pues, resulta imposible volver a la vida terrena después de morir. Por más breve y dolorosa que haya sido la existencia humana, luego de la muerte comienza la resurrección. 

Ahora lo dice Jesús 

Jesucristo, con su autoridad de Hijo de Dios, confirmó oficialmente esta doctrina. Con la parábola del rico Epulón (Lc 16,19.31), contó cómo al morir un pobre mendigo llamado Lázaro los ángeles lo llevaron inmediatamente al cielo. Por aquellos días murió también un hombre rico e insensible, y fue llevado al infierno para ser atormentado por el fuego de las llamas. 

No dijo Jesús que a este hombre rico le correspondiera reencarnarse para purgar sus numerosos pecados en la tierra. Al contrario, la parábola explica que por haber utilizado injustamente los muchos bienes que había recibido en la tierra, debía “ahora” (es decir, en el más allá, en la vida eterna, y no en la tierra) pagar sus culpas (v.25). El rico, desesperado, suplica que le permitan a Lázaro volver a la tierra (o sea, que se reencarne) porque tiene cinco hermanos tan pecadores como él, a fin de advertirles lo que les espera si no cambian de vida (v.27.28). Pero le contestan que no es posible, porque entre este mundo y el otro hay un abismo que nadie puede atravesar (v.26). 

La angustia del rico condenado le viene, justamente, al confirmar que sus hermanos también tienen una sola vida para vivir, una única posibilidad, una única oportunidad para darle sentido a la existencia. 

La suerte del buen ladrón 

Cuando Jesús moría en la cruz, cuenta el Evangelio que uno de los ladrones crucificado a su lado le pidió: “Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino”. Si Jesús hubiera admitido la posibilidad de la reencarnación, tendría que haberle dicho: “Ten paciencia, tus crímenes son muchos; debes pasar por varias reencarna-ciones hasta purificarte completamente”. Pero su respuesta fue: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). 

Si “hoy” iba a estar en el Paraíso, es porque nunca más podía volver a nacer en este mundo. San Pablo también rechaza la reencarnación. En efecto, al escribir a los filipenses les dice: “Me siento apremiado por los dos lados. Por una parte, quisiera morir para estar ya con Cristo. Pero por otra, es más necesario para ustedes que yo me quede aún en este mundo” (1,23.24). Si hubiera creído posible la reencarnación, inútiles habrían sido sus deseos de morir, ya que volvería a encontrarse con la frustración de una nueva vida terrenal. Una total incoherencia 

Y explicando a los corintios lo que sucede el día de nuestra muerte, les dice: “En la resurrección de los muertos, se entierra un cuerpo corruptible y resucita uno incorruptible, se entierra un cuerpo humillado y resucita uno glorioso, se entierra un cuerpo débil y resucita uno fuerte, se entierra un cuerpo material y resucita uno espiritual (1 Cor 15,42.44). 

¿Puede, entonces, un cristiano creer en la reencarnación? Queda claro que no. La idea de tomar otro cuerpo y regresar a la tierra después de la muerte es absolutamente incompatible con las enseñanzas de la Biblia. La afirmación bíblica más contundente y lapidaria de que la reencarnación es insostenible, la trae la carta a los Hebreos: “Está establecido que los hombres mueren una sola vez, y después viene el juicio” (9,27). 

Invitación a la irresponsabilidad 

Pero no sólo las Sagradas Escrituras impiden creer en la reencarnación, sino también el sentido común. En efecto, que ella explique las simpatías y antipatías entre las personas, los desentendimientos de los matrimonios, las desigualdades en la inteligencia de la gente, o las muertes precoces, ya no es aceptado seriamente por nadie. La moderna sicología ha ayudado a aclarar, de manera científica y concluyente, el porqué de éstas y otras manifestaciones extrañas de la personalidad humana, sin imponer a nadie la creencia en la reencarnación. 

La reencarnación, por lo tanto, es una doctrina estéril, incompatible con la fe cristiana, propia de una mentalidad primitiva, destructora de la esperanza en la otra vida, inútil para dar respuestas a los enigmas de la vida, y lo que es peor, peligrosa por ser una invitación a la irresponsabilidad. En efecto, si uno cree que va a tener varias vidas más, además de ésta, no se hará mucho problema sobre la vida presente, ni pondrá gran empeño en lo que hace, ni le importará demasiado su obrar. Total, siempre pensará que le aguardan otras reencarnaciones para mejorar la desidia de ésta. 

Solamente una vez 

Pero si uno sabe que el milagro de existir no se repetirá, que tiene sólo esta vida para cumplir sus sueños, sólo estos años para realizarse, sólo estos días y estas noches para ser feliz con las personas que ama, entonces se cuidará muy bien de maltratar el tiempo, de perderlo en trivialidades, de desperdiciar las oportunidades. Vivirá cada minuto con intensidad, pondrá lo mejor de sí en cada encuentro, y no permitirá que se le escape ninguna coyuntura que la vida le ofrezca. Sabe que no retornarán. 

El hombre, a lo largo de su vida, trabaja un promedio de 136.000 horas; duerme otras 210.000; come 3.360 kilos de pan, 24.360 huevos y 8.900 kilos de verdura; usa 507 tubos de dentífrico; se somete a 3 intervenciones quirúrgicas; se afeita 18.250 veces; se lava las manos otras 89.000; se suena la nariz 14.080 veces; se anuda la corbata en 52.000 oportunidades, y respira unos 500 millones de veces. 

Pero absolutamente todo hombre, creyente o no, muere una vez y sólo una vez. Antes de que caiga el telón de la vida, Dios nos regala el único tiempo que tendremos, para llenarlo con las mejores obras de amor de cada día.