martes, 6 de enero de 2015

Sobre el infierno





Es curioso pero del infierno parecen ocuparse más los que teóricamente no creen en él que muchos de nuestros sacerdotes y religiosos. Hace años que es una referencia políticamente incorrecta.

En realidad, como puede observarse en las encuestas, existe un número mucho mayor de personas que creen en la vida eterna y en el cielo que personas que creen en el juicio final y, sobre todo, en el infierno. 

Creo que estos datos pueden interpretarse en el sentido que las personas tendemos a rehuir el que podamos ser juzgadas y penalizadas por nuestras vidas. 

Me parece que es un reflejo inherente a la condición humana. A nadie le gusta que le juzguen y encima le castiguen. Pero este subjetivismo no encierra ninguna razón para negar al infierno. 

Cuando Juan Pablo II afirmó que el infierno no es un lugar sino lo que denominó una "situación", un "estado del ser", estaba expresando algo que a mí me pareció muy racional en los términos a que nos lleva la ciencia moderna. 

El tiempo y el espacio nacen con el origen del universo. Dios, Creador de éste, no vive sujeto a estas coordenadas, ni tiene tiempo ni tiene espacio, y la encarnación de la Segunda Persona, Jesucristo, constituye la expresión concreta e histórica de la voluntad de autolimitarse viviendo los estrechos márgenes de nuestras vidas, encerradas en un tiempo que transcurre y en el espacio que nos coharta. 

Pero la Vida Eterna no estará sujeta a estas contingencias. Obviamente no existirá el tiempo ni tampoco el espacio, que es una dimensión relacionada con aquel. No serán “lugares” en el sentido común del término. 

Pero, como nos advierte ahora Benedicto XVI, eso no significa que el infierno sea una metáfora, algo que en realidad no existe para el ser humano. 

De la misma manera que la dificultad para entender lo que es un agujero negro no lo convierte, a quien habla de él, en una alusión metafórica, sino en una realidad actuante que existe en el espacio, la complejidad de concebir el infierno no justifica interpretarlo como una referencia alegórica 

Si uno cree en un Dios creador y personal, no digamos ya si además cree en Jesucristo, difícilmente puede negar la existencia del juicio de Dios. Ante Él, el hombre contemporáneo tiene una tentación tan vieja como la narración bíblica y la caída del ángel en el infierno: la de juzgar la condición juzgadora de Dios. El acusado se atribuye el derecho de emitir juicio sobre su juez. Dios a lo largo de toda la Biblia advierte repetidamente contra esta grave tentación, pero a la vista de lo que ocurre hoy en día sus palabras, incluso entre los propios miembros de la Iglesia, son poco atendidas. 

Hay limites que el ser humano debe negarse a traspasar, por ejemplo el de buscar la experiencia directa de la muerte de otro. Pues bien, un límite intraspasable es el del juicio sobre la Lógica Divina. 

El juicio debe existir porque ha sido anunciado por Dios. Las características que éste puede tener están ligadas a lo que sabemos de la justicia, la misericordia, y la caridad, pero existir, existe. 

Y también de él surge la consecuencia ligada a la naturaleza de la justicia, la de dar a cada uno lo que le corresponde, y esto entronca con el cielo y el infierno. 

Von Balthasar y, sobre todo, la mística, Addrienne Von Speyr han descrito el infierno en términos que son terribles, pero no por el símil de las torturas y fuego divino de la imaginería medieval, sino con el espanto de lo que el hombre de hoy entiende como lo peor: el descubrimiento de su soledad inmensa e infinita, de su aislamiento absoluto por su alejamiento querido de Dios, por el hundimiento en un vació sin sentido, sin principio sin fin, sabiendo entonces con toda rotundidad lo que significa la felicidad porque la experimenta en sus términos radicalmente opuestos. 

El que este sea un estadio indefinido o transitorio, un debate siempre abierto, no creo que añada o reste nada a la realidad del infierno. Por eso, y seguramente con la meditación sobre nuestra muerte y juicio, el infierno, al igual que la vida eterna, debería formar parte de nuestras reflexiones como creyentes y también como razonamiento que debe ser presentado al mundo. 

El argumento de que esto puede inspirar temor y que este temor invalida la actitud del católico me parece simplemente inhumano. Alma y cuerpo no están disociados en nuestra realidad religiosa, la persona ama la alegría y huye del temor, y el temor forma parte de nuestro bagaje para vivir una vida buena. Temor biológico por espíritu de supervivencia, y temor espiritual por sentido de la trascendencia. 

Negarnos al temor es negar una parte de nuestra propia realidad. Aceptarlo no significa vivir aplastados bajo su losa sino simplemente reconocerlo como uno más de los componentes de nuestra vida, que el cristianismo nos enseña a integrar en una sola y armónica unidad: la de nuestra persona. 

2008-II-18 Josep Miró i ARDEVOL – Barcelona Española.

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