Autor: Padre José Antonio Fortea
En mi opinión el más grande, revolucionario y renovador concilio que ha tenido la Iglesia Católica desde su fundación ha sido el Concilio Vaticano II.
Y digo esto no tanto por sus documentos, sino por el espíritu que logró imbuir en la Iglesia. Otros concilios definieron mejor aspectos concretos de la fe, pero éste supo infundir un nuevo espíritu.
Y por supuesto ningún mérito más grande que la gran y formidable reforma litúrgica. Los que denuestan a ese gran concilio lo hacen por los excesos que después muchos curas cometieron en su nombre.Y ciertamente los excesos fueron muchos y terribles, porque no se puede hacer daño a la gente sencilla en algo tan sagrado como la fe o la liturgia. Hirieron a muchas almas sin ninguna piedad.
El ánimo de no pocos sacerdotes recién ordenados no fue el de hacer las cosas con tacto, sino el de escandalizar lo máximo posible. Podría contar infinitas anécdotas e historias de esos años sólo de las parroquias por las que he pasado. Ahí está el verdadero origen de la reacción conservadora posterior que ha estado latente durante varios decenios y que ahora parece que echa sus tallos ya fuera de la tierra.
Pero quiero recordar a esos nostálgicos de tiempos pasados, que la imagen mejorada que tienen de esa época, pasa por encima infinidad de detalles que fueron los que hicieron necesario ese concilio.
Para empezar la Iglesia no está ligada a ninguna estética, ni en sus templos, ni en sus vestimentas, ni en su liturgia. Me admira este afán por lo barroco que algunos jóvenes muestran. El barroquismo y la ampulosidad es sólo una pequeña etapa temporal de esa sucesión secular que es la liturgia.
Por otra parte, es indudable que el Vaticano II introdujo una frescura en las relaciones internas de la Iglesia. Antes, los aspectos formales habían ido creciendo hasta resultar cada vez más asfixiantes. Esas imágenes de grandes capas de varios metros, mucetas de armiño y toda esa parafernalia eran expresión de un espíritu, de un modo de ver y entender la Iglesia que, sin duda, nos acercaba más a los fariseos que a los pobres pescadores fundadores de nuestra Iglesia.
Baste ver algunos libros de moral y manuales de confesores para darse cuenta de que habíamos errado el curso notablemente en algunos puntos. La moral adquirió tintes rígidos y rigoristas.
El tono amoroso de Jesús de Nazareth quedaba muy oculto bajo algunos esquemas morales expresión de una época no solo moral, sino también puritana.
La nueva liturgia fue expresión de un nuevo espíritu.
Todos saben que me gusta el fasto en la liturgia, la grandiosidad de los pontificales, pero ese gusto no está reñido ni con la sencillez, ni con la simplicidad.
Cuando hacemos de los aspectos accidentales de la liturgia motivo de agrio enfrentamiento, nos estamos desviando.
La liturgia cuanto más bella mejor, pero no olvidemos que es un servicio, un modo de servir a los hombres a través del culto a Dios.
Por lo tanto no ha de convertirse en un motivo de lucha e insatisfacción.
Quiero acabar con una conclusión. La Iglesia puede evolucionar de muchas maneras, todos los caminos están abiertos.
Pero de lo que estoy seguro es que el futuro no está ni en el tradicionalismo ni en la iglesia roja de Vallecas. El futuro no está ni en machacar una sacrosanta tradición por el afán de ser modernos, ni en idolatrar la tradición.
La Iglesia no sólo avanza, sino que también evoluciona. Evoluciona sin cambiar el mensaje de Jesús, evoluciona fiel a sus orígenes. Y los orígenes pueden ser mucho más revolucionarios de lo que algunos amantes de lo barroco se imaginan.
Petrificar es un bello infinitivo que también tuvo un pretérito imperfecto.
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